miércoles, 27 de mayo de 2015

Neptuno y el significado mítico del Agua

LA COFRADÍA DEL LAGO
Olga Weyne
Cuento escrito a fines de 1987.
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En las épocas en que los continentes se dibujaban de otra manera sobre los océanos y cuando la luz producía un reflejo diferente al atravesar la atmósfera de la tierra, los hombres lo compartían casi todo: su comida, sus hijos, sus armas, sus pensamientos, sus sueños.

Al mismo tiempo, había algo que diferenciaba a un hombre de otro; lo que mejor reflejaba esto era el brillo de sus ojos y la aureola transparente que envolvía a cada uno.

Las cosas en común eran diversas. No todos los hombres, además, compartían todo dentro del mismo grupo. Así por ejemplo, había quienes intercambiaban sus sueños con cinco o seis amigos, por un lado; pero mancomunaban sus proyectos de guerra con otros tres.

A veces se compartían cosas que a nosotros, desde nuestro presente, nos parecerían muy extrañas. Algunos, en efecto, repartían entre sí los secretos de las flores azules de un valle. Otros, eran los únicos que podían mirar los frutos de la tierra a través de los colores de un doble arco iris.

Un grupo muy particular era el que compartía las imágenes del Lago Grande. Este era un lago volcánico de origen inmemorial, en el que se habían realizado ciertos baños rituales en los comienzos de la Era. Su agua era un fluido misterioso, un plasma de composición química desconocida para la ciencia de nuestros días. La más inquietante de sus particularidades era que quienes se sumergían en ella no podían determinar muy bien, al cabo de un rato, si estaban nadando o volando.

Entre los que conocían el secreto del Lago había algunos "hombres peces" (así llamaban a los que ya se habían "graduado" en esta rara especialidad), y eran los que podían sumergirse hasta mayores profundidades. Los que aún estaban en el aprendizaje de este interesante recurso, no se aventuraban al principio mucho en él, ni permanecían sumergidos demasiado tiempo en sus aguas. Una vez que comenzaban a percibir esa sensación extraña –algo semejante a estar flotando en un éter indefinido- y apenas notaban que sus cuerpos comenzaban lentamente a descender llamados por el rumor que crecía desde el fondo, algo los asustaba un poco y volvían a salir. Siempre prometiéndose a sí mismos, desde luego, volver al día siguiente.

Los graduados les recordaban con paciencia, puesto que ya conocían gran parte de los recovecos del Gran Lago, que nada debían temer, que no se ahogarían aunque al principio sintieran esa extraña sensación asfixiante. Como se sabe, en aquellos tiempos los hombres aún no habían perdido la facultad de respirar debajo del agua. Pero una cosa eran las aguas costeras y otra, muy distinta, aquellas profundidades hechizantes.

De cualquier manera -confiando cada vez más en las indicaciones de los que ya lo habían experimentado alguna vez- los aprendices iban paulatinamente perdiendo ese miedo indefinible.

Pero el Gran Lago tenía otra característica, en realidad la más importante: su plasma estaba preñado de imágenes de distinto y variadísimo tipo: visuales, auditivas, táctiles, olfativas, gustativas, emocionales, mentales y muchas otras relativas a sentidos y capacidades que los hombres de hoy hemos perdido por atrofia.

La cofradía del Lago sabía cual era el momento ideal para sumergirse en él. Elegían esos días en los que el agua parecía a punto de rebalsar. El aspecto que presentaba en tales momentos era muy atemorizante para todos los hombres que no pertenecían al grupo porque producía la sensación de un desborde inminente. Nadie supo nunca qué afluente generaba este fenómeno porque en el Lago sólo desembocaban ríos calmos. Lo que todo el mundo sabía, es que periódicamente el Lago amenazaba con inundar el valle.

En esos días extraños la superficie tranquila y serena del Gran Lago semejaba un gigantesco espejo de bronce, quieto bajo la luz dorada de la tarde. El agua llegaba hasta el borde, cubriendo incluso la hierba de las orillas. Cualquiera que se acercara en esos momentos tenía la sensación de una gigantesca burbuja líquida viviente, engañosamente quieta porque en una fracción de segundo podía estallar y expandirse, arrasándolo todo.

Ese momento, el más atemorizante y fascinador a la vez, era el elegido por los miembros de la cofradía del Lago para sumergirse y realizar sus prácticas. Pero acá viene lo más extraño: en cuanto empezaban a descender a las profundidades, las aguas comenzaban lentamente a bajar de nivel.
Este era el motivo por el cual los hombres y mujeres de este grupo resultaban muy apreciados por el resto de los habitantes del valle: veían en ellos una garantía contra el desborde del Lago.

Una vez sumergidos, aprendices y guías comenzaban a nadar hacia abajo, hasta distintas profundidades. Los primeros, menos entrenados, al cabo de un tiempo volvían a la superficie. Los entrenadores, más arriesgados en función de su práctica, seguían su ruta audaz hacia zonas cada vez más profundas y secretas.

Mientras los "hombres peces" permanecían sumergidos en el Lago –algunos cerca del fondo y otros más cerca de la superficie- todos quedaban ligados por una sensación común. Una especie de red invisible los vinculaba y era algo que nadie ajeno a la cofradía podría jamás experimentar. Se trataba de una voluptuosidad indefinida, una vibración que los tensionaba de manera semejante, proveniente de las ondas mágicas del Lago. Podían transmitirse unos a otros, sin palabras, esa sensación; todos sabían, de alguna manera, que estaban sintiendo lo mismo.

Pero el ritual del desborde no duraba indefinidamente. Una vez llegado el momento de salir del Lago, aún mojados y con algas en los cabellos, estos hombres y mujeres de naturaleza acuática se encaminaban a distintos lugares de la comarca. Porque su tarea tenía una segunda e importante parte: debían transmitir, de formas diversas, las imágenes que el Lago les había donado.

Los que habían recogido sonidos, por ejemplo, iban –transformados en juglares- a tocar con sus distintos instrumentos a los pueblitos y castillos de la zona, para alegrar a los habitantes con la música renovada y los acordes asombrosos que extraían de los mismos. Su visita era esperada y anhelada por muchos. Los que habían recibido olores, se transformaban en artesanos de los perfumes más delicados o en cultivadores de flores exóticas, que iban distribuyendo aquí y allá.

Quienes habían recibido colores y formas, visitaban los pueblos para pintar en las paredes de las casas o en las murallas, maravillosas figuras y motivos que dejaban casi en estado de encantamiento a sus observadores.

Algunos eran impregnados por palabras resonantes, y con ellas construían canciones o historias; luego acompañaban a los juglares en su recorrida por los castillos, para contarlas en los banquetes de los señores o a los sirvientes, en las cocinas.

De esta manera cada uno devolvía el don con que el Lago lo había impregnado. El resto de los hombres recibía esos regalos como una muestra del altruismo de la cofradía. En realidad, lo que nadie sabía era que sus miembros no podían dejar de hacer la distribución a los demás de su propio don, porque de lo contrario las imágenes estallaban dentro de sus almas, enloqueciéndolos.
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Un día esa tierra misteriosa dejó de existir. La mayoría de sus habitantes murieron aunque se cree que algunos lograron emigrar antes de la hecatombe, salvándose. De cualquier manera, al cabo de miles de años ya nadie recordaba aparentemente todo lo que esa región maravillosa había albergado durante tanto tiempo. Sólo quedaban leyendas, dispersas en algunos lugares, pero nada más.

Las almas de los hombres, como se dijo alguna vez –o por lo menos ciertas chispas diminutas alojadas en ellos- siguieron rotando periódicamente sobre la superficie renovada de la tierra. También se dijo que, al reaparecer, lo hacían después de haber olvidado todo su pasado, cercano o lejano.

Las almas de los hombres de esa tierra antigua también reaparecieron, en distintos lugares del globo, una y otra vez, mezclándose con las de los hombres nuevos que a su vez nacían y morían, igual que ellos, para de nuevo volver a reaparecer.
Lo hicieron, asimismo, los miembros de la cofradía aunque, como era previsible, ninguno recordó nunca más sus baños y zambullidas en el Gran Lago.

En las distintas épocas que se sucedieron hasta ahora, hubo momentos en los cuales dos, tres y a veces más miembros del grupo de los "hombres peces" volvieron a encontrarse en un mismo lugar. No era, desde luego, lo habitual.

Un ritmo misterioso daba lugar a esos encuentros. Al parecer éstos eran necesarios para completar un proceso que había quedado trunco desde los días del Gran Lago. Los aprendices, esos varones y mujeres que no habían llegado a conocer el misterio de la profundidad acuosa, permanecían con su entrenamiento incompleto y ello trastocaba cierto orden en el cosmos.
Aparentemente les competía a los miembros más entrenados, como en aquellos días de las zambullidas, recordarles las características del viejo aprendizaje.

Por supuesto, de esto no eran conscientes ni unos ni otros aunque los antiguos entrenadores –a medida que la rueda de la historia humana había ido avanzando- fueron sospechando cada vez con mayor claridad que se les estaba haciendo jugar un papel determinado. Los aprendices también entreveían algo de esto en sus sueños o en algún destello que cada tanto disparaba imágenes incomprensibles en sus cerebros.

Estos reencuentros entre aprendices y entrenadores olvidados de su origen tuvieron lugar a lo largo de la historia, dando lugar a diversas situaciones, algunas dramáticas, otras divertidas y otras directamente no registradas. Tarde o temprano, de cualquier manera, todas las reuniones pendientes deberían realizarse, hasta que el aprendizaje quedara completo. Lo que el orden cósmico requería era que todo aprendiz llegara en algún momento a ser un guía, para que el entrenamiento en el buceo de profundidades alcanzara a todos los hombres.

Lo divertido o lo dramático de esos reencuentros giraba casi siempre en torno del pánico de los aprendices. La presencia del entrenador de la antigua cofradía solía sumirlos en un desconcierto total, del que a veces salían airosos –completando, al menos en modesta medida, su antiguo entrenamiento interrumpido- y otras fracasaban, especialmente cuando no podían reprimir su compulsión a la huida.

Pero a medida que los siglos fueron transcurriendo, también los aprendices comprendieron en parte lo que se esperaba de ellos, en especial en los últimos tiempos, después de multitud de encuentros anteriores poco fructíferos.

De haberse percibido el ritmo de estos entrecruzamientos entre entrenadores y aprendices "amnésicos", a lo largo de la historia, algunos enigmas hubieran quedado develados. Pero como no fue así, los historiadores elaboraron hipótesis forzadas para explicar lo inexplicable: aquel rey misteriosamente traicionado por su mejor ministro; esa batalla incomprensible que, a punto de ser ganada, se perdió cuando un pánico imparable cundió entre los soldados de la vanguardia; aquellas maravillosas estatuas de vírgenes y cristos de madera que los indígenas americanos comenzaron a esculpir casi sin enseñanza previa de la técnica europea; la aparición de las mismas ideas y teorías en hombres que jamás se habían puesto en contacto en su vida. Y tantas otras cosas más...

Pese a todo, lo cierto es que los entrenadores y aprendices renacidos hasta nuestros días –o sea, los que siguen sintiendo en común la vibración mágica del agua- van recuperando aquellas imágenes encantadas del Gran Lago. El grueso de ellos aún no recuerda con claridad los detalles de dicha época, aunque se dice que ya hay algunos a los que se les devolvió parcialmente la memoria.

En realidad, desde esos días lejanos, el plasma acuático del Lago nunca dejó de crecer, casi hasta el estallido, para luego volver a retirarse lentamente. De alguna manera –se ignora cómo- el mecanismo de desagote siguió funcionando a través de los "hombres peces" olvidados de su origen.

Por lo que hoy se sabe, desde el lugar desconocido en el que todavía existe, cada vez que la masa líquida y viviente del Gran Lago, engañosamente quieta, comienza a amenazar con el desborde, los miembros de la cofradía tienen una vez más la ocasión de reconocerse entre sí.
Uno o varios aprendices obtienen, en esos momentos, la oportunidad de perder el miedo a las profundidades aunque éstas -cada vez menos, por cierto- todavía se les siga pegando como las algas del Lago, a los cabellos.

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Olga Weyne- Cuento escrito en setiembre de 1987. Buenos Aires.